viernes, 6 de enero de 2012

EL LAZO ROJO

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Aún no se conocían en persona. 
Su historia estaba fraguada sobre papel escrito, en cartas que se enviaban mutuamente y en las que se contaban sus anhelos en un tiempo en que la ciudad estaba sumida en un tenso clima pre-bélico.  Así es como surgió su amor, entre letras de pluma y tintero rebozadas con esperanzas de una vida simple y feliz, lejos de la turbia neblina ideológica que estaba a punto de desencadenar una más de las guerras absurdas que desde siempre han azotado a la inteligencia humana.

Pero centrémonos en el día concreto en que los enamorados iban a encontrarse por primera vez.  Todo estaba bien atado, se verían en la puerta de la catedral de su pequeña ciudad cuando el sol comenzara su lento declive.  Habían acordado que ambos llevarían un pequeño lazo de color rojo, ella en la solapa de su abrigo y él en la mano para no desvirtuar su uniforme militar.
El ansia y los nervios les dominaban, así como la alegría apenas contenida. 

Él llegó una hora antes, aprovechando que su recién terminada guardia de vigilancia se realizaba muy cerca de la catedral.  Por supuesto llevaba el lazo en la mano.  Se movía inquieto de un lado a otro de la plaza aledaña, sintiendo cómo los segundos se eternizaban.
Cuando llevaba unos 40 minutos de espera, unos gritos empezaron a llenar la plaza, y en seguida apareció una brigada de su destacamento.  Un superior le instó a unirse a ellos urgentemente pues tenían noticia de un inminente ataque sobre su zona.
Sobreponiéndose a la decepción, no le quedó otra que salir corriendo junto a los demás soldados para cumplir su deber.

Después todo sucedió muy rápido.  Tras llegar al cuartel a recibir las oportunas instrucciones, la ciudad comenzó a ser bombardeada.  No dio tiempo a prepararse, ni a dar aviso a la población civil.  El sordo silbido de los obuses cayendo desde el cielo era continuamente silenciado por las pavorosas explosiones de los mismos cuando llegaban a tierra, saturando de desconcierto los corazones de los aterrados espectadores.

El ataque se alargó durante una hora, que se sintió como semanas enteras.

Una vez todo quedó en calma, era hora de comprobar las brutales consecuencias de la carnicería.  Decenas de cadáveres se mezclaban en las otrora apacibles calles, ahora deformadas en escenarios escombrosos de la tragedia. 

Cuando él, magullado pero ileso, caminaba con el corazón encogido por los alrededores de la plaza, se acercó a la catedral, y comprobó con estupor cómo un lazo rojo había aparecido anudado en el enrejado portón principal.
Un dolor como nunca imaginó que pudiera existir se apoderó de él mientras se arrodillaba sobre la tierra quemada. Las lágrimas brotaron como una tormenta y se encogió entre sus propios y desesperados bramidos.

Hoy, tras más de seis décadas transcurridas desde entonces, mi abuelo me ha contado esta historia contestando a mi curiosidad. 
Le pregunté qué es lo que le movía a atar un lazo rojo en las rejas de la iglesia cada vez que acudimos a la misa del domingo.

 

Juan Carlos Pascual

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