lunes, 6 de mayo de 2013

EL VACÍO DE LOS LATIDOS INAUDIBLES

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Desde pequeño,  Henry se sentía un bicho raro.  Nació con una peculiar "dolencia", así llamaban los médicos a la insonoridad de su corazón.  Su organismo funcionaba perfectamente, simplemente su corazón al latir no podía sentirse ni escucharse.  La multitud de especialistas que le examinó siempre desechaba un par de estetoscopios pensando que estaban defectuosos, hasta que caían en la cuenta de los latidos sordos de Henry.
Dos operaciones buscaron solucionar el "problema" (aunque para Henry no lo era), con resultados infructuosos y dejando como resultado un par de antiestéticas cicatrices.
El tiempo fue transcurriendo entre lunas y nubes, soles y lluvias, y Henry creció como cualquier niño a la vera de sus semejantes. 
Al poco, el joven se fue percatando de cuestiones extraordinarias.  Un día, en la piscina de su vecindad, fue retado por un par de chiquillos a superarles en tiempo aguantando la respiración bajo el agua.  Se guardó aire en sus pulmones y se sumergió.  Pasaron 30 segundos cuando los otros chiquillos emergieron en busca de oxígeno.  Pasaron 30 segundos más, un minuto, dos, cuatro, seis, ocho y finalmente nueve cuando Henry asomó al mundo seco pensando que tal vez habría ganado la apuesta.  Al ver el asombro de la multitud que se había agolpado, se dio cuenta de que el oxígeno no era vital para su existencia, así que desde entonces se olvidó de respirar.
El segundero del povenir siguió irremisible su transcurrir, y lo que el mundo tuvo por cualidades maravillosas se tornó en una maldición para Henry.  Su cuerpo no necesitaba nada para permanecer vivo, ni alimento, ni agua, ni oxígeno, ni luz, ni descanso nocturno... nada.  Y al no necesitar nada no se marchitaba, y al no marchitarse la muerte se alejaba cada vez más, con todas las consecuencias que ello conlleva.
La soledad se terminó imponiendo a base de disgustos, de desapariciones de sus seres amados y de roturas de lazos emocionales con sus semejantes.
Henry se recluyó en un rincón oscuro lejos de todo contacto con cualquier tipo de vida.
Y allí se dedicó a la nada, a esperar sin saber qué pues cualquier tipo de futuro le desquiciaba.  Se quedó sentado, con la cabeza gacha, los ojos perdidos más allá de millones de universos, con la esperanza hecha trizas y la vida interminable y maldita.
Y llegó el día en que la raza humana se extinguió sin que Henry lo supiera, y no quedó más que él... y Ella. 

Ella apareció siglos más tarde buscando algún superviviente, igualmente sin necesidades vitales, sin saber respirar por falta de práctica y sin sonidos de corazón, pero, a diferencia de Henry, Ella apreciaba cada momento que le era dado, aprendía de las tristezas y las guardaba en su corazón para hacerse más fuerte, y sobre todo reía, reía hasta no poder más y aún así seguía riendo.  Sabía que su vida tenía un sentido y lo encontró al hallar a Henry. 


Le miró a los ojos, le acarició levemente la mano y le quitó con suavidad la bolsa de plástico que Henry había adoptado en su cabeza intentando escapar de la existencia.
Dos días después, sin dejar de haberse mirado fijamente a los ojos, Henry rió de verdad por primera vez.

 

Juan Carlos Pascual

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